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jueves, 3 de abril de 2008
El efecto Lucifer: su vecino podría ser un torturador.
Muchas revistas de esas que te dan el domingo con el diario son para hojearlas en la cama y tirar a la basura. La mayor parte del tiempo no dicen nada que valga realmente ni siquiera el esfuerzo de leer con atención.
Pero a veces, hay uno que otro artículo que vale la pena. Y este fue el caso del que he usado como título y que se publicó en la revista XL semanal (http://www.xlsemanal.com/) Número: 1066, del 30 de marzo al 5 de abril de 2008, de Daniel Médez, ilustrado con esta terrible imagen titulada ¡Qué crueldad!, grabado cuya autoría no podía ser mas que de Francisco Goya que representa a un reo torturado como lo harían frecuentemente las Comisiones Militares en la época fernandina (o sea cuando gobernó Fernando VII)
El artículo es relativo a un experimento sicológico que hizo el catedrático estadounidense de psicología Philip Zimbardo con 24 alumnos tras las imágenes de Abu Ghraib, y que se escapó de su control. Porque jamás pensó que alumnos de una universidad, y menos de Standford, tardarían casi horas en pasar de personas absolutamente normales a crueles torturadores. El experimento y lo mal que salió esta publicado en un libro: El efecto Lucifer. El porqué de la maldad (Editorial Paidós) del mismo profesor.
¿Cuál fue ese experimento?
Creó una cárcel ficticia en los sótanos del centro. El objetivo: estudiar el comportamiento de un grupo de 24 voluntarios universitarios; 12 harían de carceleros y 12, de presos. El reparto de roles fue completamente azaroso, pero la selección de los participantes fue escrupulosa: buscaban jóvenes ‘normales’. Nada de antecedentes de agresión ni comportamientos sociópatas. A las 24 horas de comenzar el experimento –que ha pasado a formar parte de los manuales universitarios de psicología social– aparecieron los primeros abusos por parte de los ‘carceleros’. Muy pronto habían olvidado que aquello era un juego. El experimento tenía una duración prevista de dos semanas, pero se suspendió a los seis días para salvaguardar la integridad física y mental de los participantes; no sólo hubo abusos de autoridad, sino también malos tratos, agresiones físicas y crisis de ansiedad.
¿Conclusión? Cualquiera, incluso la persona más preparada, más tranquila, más amante de los animales y de los niños, puede ser un torturador. "éste es, precisamente, el núcleo duro de su teoría: todos llevamos un potencial torturador en nuestro interior. Y es relativamente sencillo que salga a la luz. Así lo explica él: «La mente humana nos da el potencial para el bien y el mal; podemos ser santos o pecadores, atentos o indiferentes. Que ese potencial salga a la luz no sólo depende de nosotros, sino de las situaciones en las que nos encontremos»."
No ha sido la única vez que se ha hecho un experimento de este tipo con malas consecuencias. Como se indica en este artículo, el psicólogo Stanley Migram trató de dar respuesta a una pregunta muy concreta: hasta donde somos capaces de llegar por obediencia.
Migram reunió a un grupo de personas, heterogéneo en cuanto a edad y clase social, para un experimento «sobre memoria y aprendizaje». Los voluntarios harían de maestros, mientras que un compinche de los investigadores haría de alumno. A los primeros les dijo que estaban participando en un análisis del castigo sobre el aprendizaje y que serían los encargados de suministrar descargas eléctricas crecientes, desde 15 voltios iniciales hasta un tope de 450. Por supuesto, estas descargas eran ficticias. El 65 por ciento de los participantes alcanzó el tope de descarga eléctrica. Todos se detuvieron en algún punto, sí; pero ante la insistencia del investigador, todos seguían aplicando una corriente cada vez más fuerte. Y ningún participante se plantó antes de que el supuesto alumno –en realidad, un actor– mostrase ya los estertores previos al coma. La insistencia de una autoridad –el investigador– que los empujaba a continuar con frases como «el experimento requiere que usted continúe», bastó para sacar el Mr. Hyde que todos llevamos dentro; o quizá debiéramos decir el Adolf Eichmann que reside en nuestro interior.
Es evidente, tanto en el experimento de Migram como en el de Zimbardo, que aún cuando haya una autoridad, la voluntad humana es superior. Si alguien dice "No, no lo haré porque sé lo que puede sufrir esa persona" se acaba el torturador. El problema es que los encargados de torturar no quisieron frenar. Sintieron el poder de dominar y provocar dolor a otra persona y lo usaron hasta más allá de los límites.
Hay un documental, que no me acuerdo el nombre. Hombres comunes, cuya única cosa en común es que estaban de acuerdo con todo lo que les hacían a los detenidos en Guantánamo a los sospechosos de terrorismo, se prestan a pasar por el mismo calvario (no exactamente, pero lo que se podía) jurando que no era tortura. Los secuestran, les cortan el pelo, los dejan sin dormir con una luz permanente, o a oscuras, los obligan a pasar sentados o de pie... Se habían ofrecido por dos semanas. Algunos no duraron tres días. Y eso que no les aplicaron electricidad ni los violaron.
Luego tenemos al gobierno norteamericano y a Bush diciendo que no torturan. El que apoya cualquier acto que cause dolor a otra persona, por la razón que sea, porque como bien dice el Relator Especial Manfred Novak no hay justificación para torturar, es a la vez un torturador. Y al parecer son millones en este pequeño planeta.
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